¿Sal o azúcar?
19-06-15
Nuestra existencia es un compromiso que nos obliga a subsistir con responsabilidad, seriedad y madurez. No seleccionamos ni escogemos el instante, el linaje, ni el emplazamiento en el que iniciamos el trayecto de la vida. Arribamos al planeta despojados de opulencias o fortunas, aunque tras el alumbramiento el recién nacido portará el lastre de azúcar o sal que conservará y acarreará mientras viva, conforme le atribuya el clan que le dé sus apellidos. Evidentemente las coyunturas que deba sortear vigorizarán la energía con la que desafíe las dificultades y contrariedades que puedan transformar su posición y circunstancias naturales en propicias o dificultosas.
¿La sal o el azúcar? No hay autoridad suprema en la tierra que pueda permitirse o facultar dictamen alguno ante tamaña alternativa. El seno de la familia y las disyuntivas que rebasemos hasta el trance de nuestro deceso harán más agria, afligida o amarga la senda a seguir o más dulce, grata y afable el trayecto a transitar: ¡sal o azúcar!. Tal vez no nos demoremos excesivamente cavilando o recapacitando sobre esta controversia vital porque, pobres ingenuos, no sospechamos que la duración de nuestra vida consiste señeramente en un sucinto aliento: se interrumpe en un segundo.
¿Tribulación o bondad? Los seres humanos no reconsideramos ni intuimos que nuestro existir verdaderamente es tan exiguo, porque no incorporaríamos sal a las llagas del prójimo para incendiarlo de tortura y calvario sin interesarnos el suplicio que haya de tolerar o las tribulaciones ante las que tenga que sucumbir. Antagónicamente si a nuestros rivales les convidamos a la melosidad del azúcar les empujaríamos a replantear su antipatía y desavenencias trocándole de coraje y entereza para controvertir su desconocimiento en agradable benevolencia.
Responsabilidad, seriedad y madurez. ¡Amplios espectros de un mundo lleno de quimeras! Los mortales no nos conducimos conforme a estos atributos desde el prisma de la ética: no somos responsables moralmente y no aplicamos la seriedad ni la madurez en nuestro camino vital. Poseemos, y nos jactamos de ello, una ignorancia íntegra y totalmente supina de lo que la conducta moral nos reivindica y nos granjea hasta nuestro último aliento, sobrellevando sobre nuestros lomos circunstancias pavorosas y espeluznantes, inverosímiles para quienes poseen un proceder profundo e íntimo y acatan los preceptos más versados de las obligaciones de los hombres.
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