- Me estoy presentando al reto navideño de: http://podemos-juntos.blogspot.com.es/
A Francisco y a su perro Tornado
Nunca había pensado verse en la situación que se encontraba. Sentado en una silla junto a la ventana de su cocina, con su perro Tornado asomando la cabeza por ella y dándole con su cola cariñosos golpezitos en sus piernas. ¡Cuánto le debía a Tornado!
Su vida había consistido en luchar y trabajar en pro de un futuro mejor para que su esposa y sus cinco hijos tuviesen un futuro mejor. Su niñez y su juventud estaban surtidas de un amplio sinfín de adversidades y penurias que le habían enseñado que sin esfuerzo no se podían conseguir las cosas. Y por eso su lema de vida, algo que se repetía continuamente a sí mismo, era "lucha, esfuérzate, mira alrededor las oportunidades que se abren ante tí, no tengas miedo a trabajar duramente con conseguir lo que ansías y, siempre trabaja con ilusión y alegría".
Esta forma de plantearse la vida le había hecho pasar de trabajar llevando las maletas de los viajeros de la estación del tren por la voluntad (que a veces ni le daban), a trabajar de jornalero en las duras labores del campo, que combinaba los domingos ejerciendo de aprendiz de limpiabotas en la calle Real. Cuando podía se acercaba a la fábrica de las gaseosas en donde le daban una pequeña remuneración salarial por lavar las botellas de cristal: en el verano el trabajo se hacía bien, pero en el crudo invierno el agua estaba gélida y las manos se le congelaban, llagaban y se le llenaban de sabañones. Descargó muchos sacos de piedra de los camiones que la traían para la construcción de casas y carreteras, pero le pagaban muy poco y el jefe, un pillo de la vida, siempre le quedaba a deber dinero, a pesar de ver sus espaldas sangrando por las heridas que le hacían los pedruscos al rozarse contra su piel.
Después de estos y otros trabajos sentía que debía buscar una estabilidad económica que le permitiera sacar adelante a una familia. Ya había conocido a la que sería su mujer, fuerte y trabajadora: lavaba en el río la ropa de los ricos de la ciudad y luego se la llevaba perfectamente planchada a su casa. Sacaba pocas monedas, ya que nadie sabía lo duro que era para su espalda aquel trabajo. Pero Francisco era un hombre dispuesto y, con lo poco que había ahorrado, se dirigió al ayuntamiento de la localidad el día en el que se subastaban los puestos de venta de la plaza de abastos y, aunque no tenía muchas esperanzas porque eran muchos los aspirantes, logró uno, bien situado y que tenía un bajo en el que él, con sus propias manos, podría hacer un almacén.
Cuando llegó a casa estaba contento, se lo dijo a su novia y le explicó que "nadie mejor que tú para atender el negocio. Pondremos una frutería". Ella aceptó. Mientras él hacía las reformas hicieron hueco para casarse y ella combinaba su trabajo de lavandera con los primeros inicios como vendedora en su negocio (trabajó en ambos campos todo el tiempo que su espalda se lo permitió, a pesar de que su esposo se preocupaba por su salud).
Todo iba bien, el negocio era rentable. Siempre tenían frutas y verduras frescas, aunque en los demás puestos no las hubiera. Francisco, siempre se afanaba en tener un almacén más grande, por lo que el puesto tenía estanterías, diversas alturas y siempre estaba lleno. La clientela les era fiel porque el producto que vendían era de primera calidad.
Pero un día al salir del almacén, con cajas vacías, Francisco se dio un fortísimo golpe en la cabeza y a consecuencia de él perdió la vista. En un principio este hecho lo sumió en una depresión de la que su familia creyó que nunca podría salir. Pero comenzó a moverse por casa y a vestirse sin necesidad de ayuda, y un día apareció en la plaza de abastos sólo. Su esposa no daba crédito, y cuando le vio quitar el cristal trasero a la báscula de balancín y probar a ver si sabía el peso de lo que colocaba en la bandeja, se emocionó y no pudo más que abrazarlo. Ambos lloraron largamente.
Pero la sorpresa les llegaría cuando después de llegar a casa, mientras comían, uno de sus hijos llegó con un perro guía. El can, que se llamaba Tornado, entró en la cocina como si ya hubiese estado allí más veces y después de dar vueltas a la mesa se acercó a Francisco moviendo la cola, él lo acarició con cariño, y el animal posó su cabeza sobre sus piernas. El perro había conocido entre todos los comensales a quién sería su dueño, al que debería guiar toda su vida. Cuantos momentos pasaron los dos junto a la ventana de la cocina. Según los ladridos de Tornado Francisco sabía si venían su mujer o algunos de sus hijos. Se convirtió en alguien más de la familia y mientras Francisco dormía una pequeña siesta de sobremesa, Tornado se ponía suavemente sobre sus pies y permanecía tranquilo.