POR UN FAJO DE BILLETES
Las campanas tañían sonoramente en el pueblo. Avisaban con su amargo toque que había un difunto para enterrar. Las mujeres salían a las ventanas y escuchaban el número de avisos que daba el badajo, y enseguida se corrió la voz de que un hombre había muerto. En ese preciso instante corría calle arriba un jovenzuelo, monaguillo de la parroquia, que iba a avisar a Severiano, enterrador municipal, para que iniciase el ritual pertinente en el cementerio.
Severiano era un hombre enjuto casado con una mujer manirrota y alocada, con la que había concebido doce bocas que alimentar. Su sueldo apenas llegaba para cubrir los innecesarios caprichos de su esposa, a quien todo le parecía poco. Además, debía pagar el jornal de la sirvienta que se ocupaba de los niños y de la casa. Por eso cuando el mozo le llamó, Severiano se puso en marcha con agilidad.
Abrió la sepultura del finado y esperó al entierro. Introdujo la caja en el foso y comenzó a volver la tierra escavada a su lugar de origen, muy lentamente. Cuando vio que no quedaba nadie en el cementerio tapó el sepulcro con una lona blanca y esperó la noche.
En el pequeño gabinete que utilizaba como oficina, llamó por teléfono a aquel hombre que le había indicado cómo ganar más dinero. Le dijo que había fallecido un hombre y que podían venir a buscar el cadáver, que la familia no sospecharía ya que vieron cómo su familiar era inhumado. Cuando llegaron los hombres abrieron el ataúd, cogieron el cadáver, lo metieron en su furgoneta y, no sin antes darle a Severiano un sobre con un buen fajo de billetes, se fueron por donde habían llegado.
El enterrador sabía que la utilización del cadáver no sería para nada bueno, pero trataba de acallar su conciencia pensando en que en su casa hacía mucha falta aquel dinero del que no haría partícipe a su esposa. (Rhodea Blason)