Aquella mañana lucía el sol en Piornedo y Carmiña estaba amasando pan para cocer en el horno de la casa. Se afanaba en su trabajo, ya que quería que le diese tiempo ha hacer una empanada y a asar un pollo, ya que con tanta gente en casa y con frío se comía bien. Tan entretenida estaba con sus tareas y con sus pensamientos que no se dio cuenta de la entrada de su madre en el obrador del pan. Cuando sacó la larga pala de madera del horno con la que había entrado un bollo de pan encima de una berza sintió una presencia y se giró. Vio a su madre con expresión triste, con lágrimas en los ojos y con lo que quería ser una sonrisa en su boca pero que tan sólo era una mueca de dolor. Ante la mirada penetrante de Carmiña su madre comenzó a hablar:
-Hija, ya tienes quince años, y hemos estado hablando de que tienes que buscarte un porvenir mejor del que puedas tener aquí en la aldea ...
-¿Quién ha pensado nada?, cortó fulminantemente Carmiña. Maruja os ha estado imponiendo sus ideas que no son las mías mamá. Yo aquí soy feliz.
-Ya lo sé, pero Maruja dice que tu porvenir está en la ciudad, que allí conocerás a más personas, incluso un hombre con el que poderte casar...
-Yo no quiero casarme, ni soportar a Maruja,- volvió a atajar Carmiña. -Siempre está entrometiéndose en la vida de los demás. No es buena mamá, no es buena, y queréis que me dirija la vida.
-Por favor, hija.-Rogó la madre- No disgustes a papá ni a mí. Todos en casa creemos que tu futuro está con Maruja y ella te cuidará bien. Obedécenos, tan sólo pensamos en tu bien.
Carmiña con quiso escuchar más, volvió a girarse y continuó con su trabajo de hacer pan. Cuando su madre se fue las lágrimas le quemaban en sus mejillas. Tendría que acatar las normas, ya que su padre había dado su beneplácito pero sabía que no sería feliz. Su vida era Piornedo y no sabía si conseguiría vivir sin permanecer allí, en su montaña natal.