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viernes, 2 de febrero de 2018

¿HIJOS EGOISTAS?, por Rhodéa Blasón





             José era un hombre mayor, curtido en mil batallas. Había viajado a Cuba en su adolescencia de la mano de su hermano mayor Manuel y allí se había dedicado a trabajar en una refinería de caña de azúcar. Escapaban del hambre que convivía junto a ellos en su humilde hogar. Esta dura emigración, más los años que vivió en Melilla y en el sur de España hicieron de José un hombre serio, duro por fuera, pero enormemente noble en sus sentimientos y emociones.
              Tras labrarse un porvenir en su aldea se casó y tuvo hijos, a los que intentó enseñarles lo que era la grandeza de la vida: cruel y feliz, por momentos, como las estaciones del año. Ninguno de sus hijos quiso continuar con su pujante negocio que cada vez crecía más y él sufría en silencio, porque la existencia le había enseñado que el hombre inteligente era el que valoraba y meditaba sus respuestas. Tras enviudar volvió a hablar con sus hijos por si alguno quería continuar con su empresa pero todos se negaron. No tenían intención de trabajar para sí mismos; era mejor tener una nómina a fin de mes que luchar por el sueño de su progenitor, en el que había invertido dinero, trabajo y había hecho realidad muchos objetivos que se había marcado.
               José aceptó con tristeza la decisión de sus vástagos. Pero sus ojos se tornaron opacos y su boca en pocas ocasiones esbozaba una sonrisa. Cuando sus retoños comenzaron a quedarse sin trabajo por causa de la crisis, venían junto a su padre a pedir dinero o que les buscase trabajo. El siempre les ayudó con comida y a veces les tapó algún "agujero", pero siempre les repetía lo mismo:
               -Pudisteis seguir con mi negocio y tener trabajo y dinero, pero no quisisteis. Yo tuve que malvender la mercancía que tenía para retirarme y ahora mi pensión de jubilación es pequeña no puedo ayudaros más.
               Poco a poco sus hijos se fueron separando de él porque pensaban que su padre se había hecho rico en Cuba y no quería ayudarlos, pero la verdad no era esa. Yo, junto a todas las personas que querían escucharlo, le he oído explicar que de Cuba trajo unos ahorros que invirtió en su negocio para ponerlo a funcionar y lo hizo crecer pensando en dejárselo a sus hijos que no lo quisieron. Nunca pudo recuperar lo invertido y ahora vive y pena mirando el fuego de una chimenea de leña en una residencia de ancianos a la que sus hijos no acuden a verlo ni por Navidad.