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jueves, 7 de junio de 2018

EL CUADRO, por Rhodéa Blasón



      Me había llegado por correo postal; perfectamente empaquetado en papel marrón, atado con una fina cuerda peluda que sujetaba los cuatro flancos de aquel enigmático paquete rectangular que remataba con un lazo lacrado en vivo color rojo y pegado al pliego envolvente.

     Yo miraba el hermoso cuadro, tenía pegada en su parte baja una chapa dorada que indicaba "Elena en la playa-J. Sorolla" y representaba a una bella mujer vestida de azul cielo mirando la inmensidad del mar y sujetando su pamela al viento. Con el objeto llegó una carta certificando su autenticidad y el nombre de una importante galería de arte y su número de teléfono de contacto. Mis señas estaban correctas, las releí en varias ocasiones. Pero aquel envío tenía que ser un error, yo no había comprado aquel maravilloso cuadro, tendría que devolverlo, pero no traía remite.

     Como no me gusta dejar pasar las cosas sin resolverlas llamé al número de la galería y les expliqué la situación. Pero una mujer de voz grave y ronca me explicó muy segura de sí misma que no había error alguno en aquella entrega. Pero yo no entendía porqué me llegaba a casa uno de los cuadros más hermosos de un impresionista español notable y representativo de la luminista que debía tener un valor económico con tantas cifras que no era capaz de calcular.

     Después de colgar el teléfono sin saber qué hacer, pasé horas mirando el cuadro extasiada por su belleza. Quise tocar el marco y me levanté para hacerlo: transmitía paz y sosiego. Le di la vuelta y observé el reverso. Quise mirarlo desde lejos y al apoyarlo en el sillón casi me cae y al sujetarlo con fuerza rompí con una uña algo que me pareció un papel. Me sentí tentada a romperlo del todo, pero no comprendía si sería la parte de atrás correspondiente a la pintura. La curiosidad pudo más que yo y fui abriendo poco a poco hasta quitar el doble fondo totalmente. Había cuatro fajos de dinero, cada uno en su sobre. Unos documentos oficiales y una carta.

     Después de leerla y releerla varias veces supe que había tenido padre, que me quería y que en el momento de su muerte se había acordado de mí. Era rico y me reconoció legalmente. En aquella misiva me explicaba cuánto le rogó a mi madre que se casara con él, pero ella, que trabajaba de criada en su casa, no quiso nunca que nadie creyera que se casaba por su dinero y lo abandonó. En los documentos quedaba perfectamente claro que yo era su hija, tenía varias cuentas bancarias a mi nombre y me dejaba una casa enorme en el centro de la ciudad.

    Mis lágrimas resbalaban por mi cara y dejé todo sobre la mesa de comedor; me dirigí a la habitación en la que mi madre permanecía en la cama sumida en el más absoluto olvido. Me acosté junto a ella buscando su calor y dando cuenta de su valentía y coraje para renunciar a todo tipo de posesiones materiales y criarme ella sola.